Una camiseta amarilla que hizo historia en apenas ocho minutos

Historia de un domingo 22 de febrero de 1987, en La Bombonera

Tras ganarle a Talleres en la por aquellos años imposible provincia de Córdoba, Boca lograba juntar cuatro triunfos en fila. Seguidilla que lo catapultó de la mitad de la tabla en el receso de verano a ponerse muy cerca de los primeros puestos tras la reanudación del campeonato. Si a esto le sumamos que tenía un partido pendiente por completar contra Estudiantes que había sido suspendido el año anterior e iba ganando uno a cero, solo queda cerrar los ojos y recordar lo que fue cruzar el parque Lezama aquel domingo de carnaval de 1987. Una verdadera marea humana que mientras peregrinaba no hacía mucho esfuerzo en esquivar las bombitas de agua que surcaban el aire y traían algo de alivio a tanto calor. Porque es necesario aclarar un dato meteorológico clave: la sensación térmica terminó de volar por el aire con el empate del puntero San Lorenzo ante Instituto el viernes anterior por la noche. La mesa estaba servida para tirarse de cabeza al título.

Ojo que enfrente estaba Rosario Central que estaba ahí arriba también y no solo jugaba lindo de la mano de Palma y el Pato Gasparini. Terminaría siendo el campeón de aquella temporada con final esquivo pero que a muchos jóvenes que veíamos asomar algunos  pelos en las axilas nos puso ante un escenario casi desconocido: ver a Boca pelear por salir campeón. Una sensación maravillosa, única. Un mundo nuevo de pura excitación, dolor de panza y nudo en la garganta ante cada ataque rival, es verdad, pero que te hacía inflar el pecho más ancho que otras veces. Y eso se sentía muy bien.

Desde varias horas antes la Bombonera ya estaba colmada de punta a punta para lo que sin dudas era el partido de la fecha. Los bomberos se veían obligados a tirar agua hacia las tribunas para tratar de apagar tanto fuego pero era una misión imposible. Las avalanchas estaban a la orden del día, especialmente del lado de Casa Amarilla, mientras cada vez faltaba menos para el momento tan esperado: la salida de Boca al campo de juego. No exagero si digo que fue un rugido lo que recibió a Gatti, Abramovich, Higuaín, Musladini, Ruso Hrabina, Melgar, Fabián Carrizo, Tapia, Graciani, la Chancha Rinaldi y Comitas. Llegaba la hora de la verdad. Ver si Boca podía estar a la altura de las circunstancias.

Pero claro que una cosa era la teoría y otra la práctica. Allí abajo, en la caldera que parecía el campo de juego a esa hora, la pelota empezó a rodar y hay que reconocer que fue toda de Central. La jugada del achique que enarbolaba Menotti como marca registrada empezaba a mostrar, acaso por primera vez, fisuras importantes. No me refiero exclusivamente al gol de Gasparini picando desde atrás y quedando solo para definir con tiro cruzado. Estaba a la vista que dos mano a mano que salvó el Loco Gatti barriendo en forma dramática fuera del área podían haber sentenciado el partido antes de la media hora. Boca estaba desordenado atrás, desorientado en el medio y errático adelante. Un combo tremendo que vino adornado con un penal que Lanari le atajó a Graciani quedándose parado en el medio del arco. Todo lo que podía salir mal estaba saliendo muy mal.

En los últimos minutos del primer tiempo hubo una especie de reacción. Empujada un poco desde afuera cuando las radios anunciaron desde Rosario un gol de Temperley a Newell’s, el otro puntero del campeonato. Fue la primera vez que escuché que los de arriba eran gallinas y se los podía alcanzar. ¿Y cómo no creerlo si había casi sesenta mil personas saltando y cantando que era posible el milagro? Por eso me dolió más el pitazo de Bava que el cabezazo al ángulo que Lanari le sacó a Rinaldi. La campana salvaba a un Central que estaba contra las cuerdas y al que pensé que le vendría bárbaro el entretiempo para barajar de nuevo. Pero por suerte me equivoqué fiero. Lo que estaba punto de presenciar no lo había visto nunca en la vida. Empezando por una camiseta suplente amarilla que asomaría por el túnel tras el descanso para tratar de dar vuelta la historia. Una camiseta que quedó inmortalizada para toda la eternidad en apenas ocho minutos.

Porque técnicamente fueron ocho minutos los que transcurrieron desde el empate de Tapia hasta el gol de Graciani que ponía el tres a uno y empezaba a liquidar la tarde. Ocho furiosos minutos en el arranque del segundo tiempo que hicieron latir fuerte los corazones de todos los presentes, especialmente el mío. En el medio hubo un gol insólito que erró Lanzidei con el arco vacío para por supuesto aportar la cuota de dramatismo que jamás debe faltar. Detalle de color que sumó bastante a todo lo que pasaba en cancha mientras tanto. Hablo de Hrabina tirándose a trabar todo lo que le pasara cerca para luego trepar a cien por hora hasta la raya de fondo de enfrente. Le sumo a un Fabián Carrizo a pleno raspando, cortando e incluso borrando de la cancha al Negro Palma. Y sería muy injusto pasar por alto dos flechas como Graciani y Comas yendo a todas y hasta haciendo los laterales con tal de no perder ni un segundo.

El acelere que le metió Boca a aquel tramo fue enfermizo. Casi demencial. Era la gente contagiando al equipo pero también el equipo contagiando a la gente. Y creo que me logró contagiar de tal manera que acá estoy hoy. Sentado en la cocina de casa, tantos años después, recordando a la perfección lo inmensamente feliz que fui durante esos ocho minutos del domingo 22 de febrero de 1987.

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